Tras varios años ejerciendo con sus hijos de viajero impenitente, este que escribe decidió, una vez vaciaron el nido, vender su furgoneta y aplicarse con su pareja en el disfrute de lo cercano. El tránsito fue lento. Abandonamos aquellas carreteras solitarias ahora convertidas en rutas pintorescas; aquellos enclaves humanos antes llamados ciudades ahora devenidos en parques temáticos; aquellos recónditos senderos de montaña, ahora embarrados por cientos de urbanitas que parece que no saben andar solos. Nuestra atención poco a poco se detuvo en los lugares que nos rodean y abrazan, donde se escucha el silencio y la realidad pierde fulgor y reivindica su desnudez.
Una mañana, las colinas comenzaron a ondularse suavemente desde Etxauri hacia Piamonte, donde vislumbramos primero Santo Stefano Belbo entre los cipreses y después, bajo una fina bruma, la ciudad de Turín. Al tiempo apareció Cacilhas. Era noviembre. Asomaba al otro lado de un mar de vides, en la bahía de Otazu. Hasta allí decidimos remar sobre el ocre, dejando Lisboa a nuestras espaldas. Desde la barca veíamos a Montaigne acodado en la balaustrada del balcón de su palacio de Eriete, en Saint-Michel-de-Montaigne.
El pasado otoño, sin embargo, decidimos salir de nuestro pequeño gran mundo y viajar al grande hecho pequeño: Lisboa era nuestro destino. Uno de nuestros hijos se graduaba con sus compañeros en el Estádio da Luz. En realidad, se trataba de un regreso: ya habíamos estado en la década del 90, cuando los seis recorrimos con la furgoneta Portugal de norte a sur. Todavía recordamos a nuestros hijos zambulléndose en las heladas aguas del Atlántico o persiguiéndose junto a los muros del castillo de São Jorge. En esta ocasión, sin embargo, el paso del tiempo, sin freno ni piedad en su deriva, nos iba a poner en nuestro sitio.
Aihen Muñoz, a la izquierda, en el Benfica-Real Sociedad Tiego Petinga / Efe
Nada más asomarnos a la Praça do Comércio, dos enormes cruceros atracados en Infante dom Henrique secuestraron nuestra mirada, que ya buscaba a su alrededor lo que ya no estaba. Desde las tripas de aquellos petroleros emergió un chorreo de turistas con la visa y el móvil desenfundados, mientras en el Cais das Colunas varios jóvenes guías locales repasaban apurados su inglés.
La Baixa, el Barrio Alto, el Chiado y la Alfama enseguida acogieron aquellas hordas que engullían las calles, las plazas y los paseos con la misma fruición que las pizzas y paellas que les servían en las terrazas. Sobre sus viseras, los edificios de fachadas desconchadas languidecían vacíos, convertidos en un triste decorado de una ciudad que fue pero que ya no es. Lisboa yacía muerta, y ni una mala copia de Amália Rodrigues que cantaba entre las mesas la devolvía a su ser. Lisboa, como otras ciudades, ya no se visita, se consume en dos bocados, y no da tiempo “ni a cambiar el mantel”, como dice mi amigo Blito desde su trinchera de la Ultzama, en los Apalaches.
Quando se sente demais, o Tejo é Atlântico e Cacilhas outro continente.
“Cuando se siente de más, el Tajo es el Atlántico y Cacilhas otro continente”. Lo dejó escrito Fernando Pessoa en su Livro do desassossego. Siempre me fascinó que un escritor educado en Sudáfrica, destinado a vagar por el mundo y ejercer de cosmopolita, decidiera unirse a Lisboa para siempre. Quando se sente demais… Hablamos —habla— de sensibilidad. O quizá de imaginación, que viene a ser lo mismo.
Pero oigamos otra voz. Es Cesare Pavese, desde Turín:
Ogni nuovo mattino, uscirò per le strade cercando i colori.
“Todas las mañanas saldré a la calle en busca de colores”. Lo dice en uno de sus poemas del imprescindible Lavorare stanca. Turín palpita al mismo ritmo que el corazón de este escritor de vocación universal como Pessoa, traductor de Dickens, Melville y Faulkner, entre otros, cuya alma jamás logró irse de la pequeña aldea piamontesa de Santo Stefano Belbo, paraíso de su niñez.
Ahora es Michel de Montaigne, desde el convulso siglo XVI. Nos trae palabras de Tibulo en uno de sus ensayos:
In solis sis tibi turba locis.
“Sé multitud para ti mismo en lugares solitarios”. El suyo era la torre de su castillo, en Saint-Michel-de-Montaigne. Allí se retiró a escuchar su voz interior y las de sus libros.
Lo hemos visto estas últimas vacaciones: plazas repletas de gente que, codo contra codo, espera durante horas el encendido de miles de bombillas sobre sus cabezas; aeropuertos con viajeros hacinados en la terminal, mientras buscan en un panel el avión que los llevará a ese destino exótico donde de nuevo comprobarán que lejanía y felicidad no siempre van de la mano; valles pirenaicos de los que ha huido temerosa toda fauna y cuya flora hace tiempo que tiembla bajo las botas de miles de excursionistas que jamás han usado un mapa. Les basta con seguir al de adelante, que sigue al de delante, que sigue al de delante… Nos darán los índices de ocupación hotelera, recriminándonos a los que atónitos contemplamos la escena: “¿Qué hace usted en casa? ¿Le ocurre algo? ¿Qué tiene entre las manos? ¿Un libro? ¿¡Pero qué pondrá!?”.
En esta fase de emocionalización y espectacularización del ocio, la felicidad va unida al estímulo externo, a la multitud y al movimiento constante. ¿Qué nos ha ocurrido? Más allá de la publicidad que a todas horas nos induce a ello, quizá la paulatina desaparición de las Humanidades de los planes de estudio haya jugado también a favor. Volvemos a hablar de sensibilidad e imaginación, como Pessoa, Pavese y Montaigne. Aunque quizá lo haya generado el propio sistema: el placer estético que genera un breve paseo, un poema, una melodía no se paga. Si todos se aplicaran a ello, el sistema se hundiría. Como diría aquel: “Es la economía, imbécil”.
Un hijo nos acaba de llamar. Vive en Donostia (costa del Egeo). Me dice que pasará una larga temporada con nosotros. Viene con Séneca y unas muletas. Yo me asomo a la ventana en el Chiado: tras el ocre de los viñedos de Otazu, veo Santo Stefano Belbo envuelto en la neblina. Íbamos a coger el bote y remar hasta Cacilhas, pero anuncian lluvia. Creo que llamaré a Michel de Montaigne, gran amigo de Séneca, para que se siente con nosotros en el sofá.
Nos quedaremos leyendo en casa.
* El autor es escritor y padre del jugador de la Real Aihen Muñoz.